LA HABANA, Cuba. – La mayoría de las mujeres que participaron en la trascendental guerra independentista cubana, entre 1868 y 1878, eran esposas, hijas o familiares de los mambises y, junto a ellos, se lanzaron a la manigua. Mariana Grajales, la madre de los Maceo, es el símbolo más recurrente en este sentido.
Pero desde mucho antes de octubre de 1868, las cubanas protagonizaron acciones en favor de la libertad o participaron en las conspiraciones previas al levantamiento en armas. Por ejemplo, en 1849, en la Sociedad Filarmónica de Matanzas y en Puerto Príncipe, un grupo de mujeres se negó a participar en un baile donde estarían presentes oficiales españoles.
De la misma manera, en Puerto Príncipe, en agosto de 1851, algunas mujeres se cortaron el cabello en protesta por el fusilamiento de un grupo de patricios de la ciudad, alzados en armas un mes antes para luchar por la emancipación de la Isla (entre ellos se hallaba Joaquín de Agüero y Agüero).
El papel ejercido por las mujeres durante la lucha por la emancipación de Cuba se ha solido circunscribir al ámbito de los hospitales de campaña, como enfermeras; pero sus funciones fueron más extensas, ya que se desempeñaron como emisarias, llegaron a blandir el machete en batallas y alcanzaron grados militares.
Tal es el caso de las capitanas Rosa Castellanos (La Bayamesa), Isabel Rubio, Carmen Cancio, Gabriela de la Caridad Azcuy Labrador, más conocida como Adela (1895), María Hidalgo Santana (1895), Luz Palomares García, María de la Luz Noriega (1895); la comandante Mercedes Sirvén (1895); y las generalas Bernarda Toro (Manana), María Cabrales, Ana Betancourt, Mariana Grajales y Magdalena Peñarredonda. También se cuentan como destacadas patriotas de las gestas independentistas Amalia Simoni, Inés Morillo Sánchez y Candelaria Acosta (Cambula).
Muchas participaron en decenas de combates, dando memorables muestras de heroísmo. Una de ellas fue Ana Betancourt. Esta insigne camagüeyana ha pasado a la historia fundamentalmente por su pronunciamiento durante la Asamblea de Guáimaro (1869), en donde proclamó la redención de la mujer cubana: “Ciudadanos, aquí todo era esclavo, la cuna, el color y el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna peleando hasta morir. Habéis destruido la esclavitud del color y emancipado al siervo. Llegó el momento de liberar a la mujer”.
Luego del alzamiento de los camagüeyanos, en noviembre de 1868, la casa de Ana se convirtió en foco insurgente: se guardaban armas, pertrechos, medicamentos y otros recursos útiles, que luego se hacían llegar al territorio ocupado por los mambises; también se albergaban combatientes y emisarios, así como se escribían proclamas.
Descubierta por las autoridades coloniales, Ana tuvo que refugiarse en la manigua insurrecta junto a su esposo, el coronel del Ejército Libertador Ignacio Mora Pera. Fue apresada el 9 de julio de 1871 y, durante tres meses, padeció torturas físicas y psicológicas.
Al ser aprehendida, le fue descubierto, cosido al forro de las enaguas, medicamentos, retazos de tela de los mismos colores de la bandera, así como mandiles, collarines y planos presuntamente destinados a los masones de las logias ambulantes de la manigua, entre los que se hallaba su esposo.
Otra de las anécdotas de Ana es que, hallándose prisionera de los españoles, logró salvar a su esposo de una emboscada gracias a la ayuda de un masón del ejército colonial; su nombre era Sebastián Arol, quien había manifestado en varias ocasiones su inconformidad ante el proceder de sus superiores respecto a una mujer.
Arol llegó a confesarle a Ana que él era masón, ante lo cual ella se identificó como esposa de un hermano fraternal suyo. Debido a la ayuda prestada, Arol fue declarado traidor y encarcelado hasta su retorno a España.
Pese a que a las mujeres no les era ―ni les es― permitido ser miembros de la Masonería, ya desde entonces se evidenciaba su apoyo tanto a la causa de la independencia como a la fraternidad masónica. Ana Betancourt había estado en contacto con la Orden desde pequeña, pues su padre y algunos amigos de la familia eran masones, y eran las mujeres quienes confeccionaban los enseres simbólicos.
Años más tarde, en una carta dirigida a Amalia Simoni, le expresaría: “Amiga, es una pena que nosotras las mujeres no podamos ser libres para formar parte de algo tan profundo y de fines tan justos”.
No sería hasta la proclamación de la Constitución de 1940 que se reconocería definitivamente el derecho de las mujeres a ejercer el sufragio, a ser elegidas en iguales condiciones que los hombres, a desempeñar funciones y cargos públicos, así como a ser amparadas laboralmente durante el embarazo. Esta medida, así como la Ley del Divorcio (1918), fue apoyada también por los masones.
Como muchas otras mujeres que se enrolaron en la gesta independentista, Ana Betancourt quedó viuda y sin hijos, apenas sobreviviendo en el exilio. Falleció en Madrid, el 7 de febrero de 1901. No fue hasta 1968 que sus restos fueron devueltos a Cuba, la patria a la que dedicó su vida y que más de un siglo después continúa subyugada.
Mujeres como Ana se ganaron, con su propio esfuerzo, un lugar en la historia de Cuba. Este 7 de febrero, a 123 años de su fallecimiento, los cubanos veneramos y recordamos su coraje, sacrificio y entrega a la causa de la libertad.
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